Pobrecitas criaturas


Oigo últimamente que nunca hubo tanta pobreza como ahora. Para refrescar alguna memoria, les voy a describir un caso contado ayer mismo por su protagonista:

-¡Mi familia era muy larga, siete hermanos, ocho conmigo; más padre, madre y dos abuelos - los padres de mi padre- enfermos y encamados!

-¡No teníamos tierras propias –solo una cabra- y dependíamos para comer que mi padre tuviera tarea por cuenta ajena. Él, pobrecito, hacía de todo. Transportaba estiércol, cavaba papas, atendía animales, desturronaba tierras, cogía las cosechas, regaba a horas intempestivas el agua de otros, hacía paredes de piedra seca, etc.. y nunca llegaba el jornal para hartarnos de comer!

Viendo mis padres que no nos podían alimentar acordaron con un vecino que mi hermano y yo trabajáramos para él, a cambio de la comida. ¿Entendieron bien? ¡A cambio de la comida, ni ropa, ni dinero, ni nada más! El patrón-vecino, vamos a llamarle don Juan, era soltero y tenía a su madre, a punto de ser centenaria, viviendo sola a unos quince kilómetros de distancia, en la cumbre. Allí, con su edad, ordeñaba vacas y cabras y hacía queso casi todos los días.

-¡Mire Pancho, todavía no tenía once años cumplidos y me tenía que acostar “a sol puesto” porque a eso de la una de la mañana, me despertaban chillando diciendo que tenía que ir a buscar la leche a casa de la madre. Solito, montado en mi burra, muerto de miedo. Forradito de trapos en las rodillas y en las orejas para combatir el frío. Cualquier ruido en la noche me azoraba. Llegaba a la cumbre a las cuatro de la mañana y ni un pisco de leche, ni gofio, ni una agüita guisada, nada…. Me cargaban las lecheras en la burra y vuelta otra vez. Llegaba amaneciendo. Luego no me dejaban dormir en todo el día!

-¡Mire si pasábamos hambre que cuando caían a mano dos o tres papas, nos íbamos -mi hermano yo– lejos, fuera de la vista del patrón, hacíamos fuego y las asábamos, apagando enseguida la hoguerita, para no delatarnos! ¡Y es que el hambre era tan vieja!

Algunas veces, nos tenían fijo con la madre en la cumbre. No nos dejaba coger fuera de hora ni el suero del queso. Siempre acechándonos a ver si cogíamos algo. ¡A nosotros nos ponía a moler millo con el molino de mano y con decirle que la almohada de la vieja era la talega del gofio, se le digo todo!

Mientras me relataba su historia, mi mente volaba y hacía similitudes con la vida de los personajes del Lazarillo de Tormes o de Los Miserables, de Víctor Hugo.

¿Qué era esto? ¿Miseria o esclavitud? ¿O ambas cosas a la vez?

Terminó con estas palabras en las que había una mezcla de tristeza, amargura y orgullo.-¡A veces tardaba hasta un año en ver a mi madre! ¡Porque no me dejaban! ¡Y vivía a menos de un kilómetro de mi casa! ¡Nunca fui a la escuela! ¡Cuando me fui a casar, tuve que hacer la primera comunión, la confirmación y el matrimonio juntos y como no sabía escribir ,en aquel entonces, tuve que firmar con una cruz! ¡Hoy, gracias a Dios, sé leer y escribir que me enseñó el maestro de la escuela de adultos!

Mientras lo contaba, al protagonista se le saltaron un par de veces las lágrimas…

¿Se puede hacer alguna comparación con la vida que llevamos hoy?

Eran otros tiempos ¿verdad? No tenían seguridad social, ni paro. ¿Mejores que los de ahora, dijo ? ¡No diga boberías, cristiano!


Saludos…

El ventorrillo

Estampa del año 1.951 en la víspera del día de Santiago en Tunte (Gran Canaria). Cayó la tarde y en las montañas se vislumbran, muchas luces que iluminan el camino a los peregrinos que se acercan a ver al santo. Vienen cansados y sedientos desde todos los puntos de la isla, desde la Aldea a Agaete, de Las Palmas capital, San Mateo, Mogán, Agüimes.... ¡Con decirles que hasta de Tenoya y Tafira había gente!

Buena noche de pleitos. Suenan guitarras y laúdes, mientras se cantan isas, folías y canciones mejicanas como Ya vamos llegando a Pénjamo…. El personal está un poco alterado y por menos de nada, por ejemplo: volarle de un manotazo el sombrero a alguno que pasara, ¡“piñazos” en las cuatro esquinas!. Cada vez que se arma la tangana, la gente de los ventorrillos levantan el puesto y se alejan del tumulto.

Vamos a detenernos en uno de estos ventorrillos. Justamente, el que está en la esquina detrás de la iglesia.

Está formado por una mesa, de aproximadamente un metro por un metro. Cubriéndola, un mantel de tela de vichy a cuadros. Sobre ella, tres botellas: una de ron, otra de coñac y la tercera de anís, para las mujeres. Delante doce vasos de cristal de la rayita, como el que se observa en la fotografía. Si se despacha bien un pisco es hasta la marca aunque también se vende un doble, acompañado de un puñado de manises, tapa única. Debajo de la mesa, una caja de madera que hace de almacén, conteniendo más botellas y manises. A su lado, un cubo de cinc, lleno de agua para lavar los vasos y un trapito para secarlos.En medio de la calle y en los alrededores de la mesa están los dos hijos del ventorrillero pregonando

Agua, a perra la jartá! (1)
Lleva cada uno un saco de yute sobre los hombros. Dentro seis botellas de agua fresca. Cada vez que se acaba el líquido, van a la cercana fuente del Rosal a llenarlas de nuevo.
De cuando en cuando alguna persona paga la perra (2) y empina la botella, hasta no dejar gota. Los niños según cobran, entregan el dinero al padre que lo envuelve en un pañuelo.

Los ventorrilleros suelen ser familia –en este caso, tres hermanos- y así cuando surgen problemas, se protegen mejor unos con otros.

Fuerte cambio ¿verdad? Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. La gente llegaba a la fiesta caminando, sobre bestias, en camiones alquilados o en coches de hora. No había problemas de aparcamiento. Hoy, ¡ qué les cuento!

(1) Jartá: Hartada. (2) Una perra, era el equivalente a diez céntimos de peseta.

Dedicado al prelado y amigo personal, reverendo don José a Ramírez que, en su día, me sugirió escribir sobre el tema.

Churros y tanque

Hoy vamos a recordar la primera visita a la gran ciudad de aquellos niños que fuimos.

El primer caso, contado por gente del Sur de Gran Canaria, recuerda cuando iban a Las Palmas a comprar la primera ropa o los primeros zapatos, acompañados de sus padres en los famosos coches de Melián o coches de hora.

Primero, les llevaban a comer churros al Mercado de Las Palmas. ¡Qué buenos estaban! Luego a Santiago Said a comprar la ropa y más tarde al Cuartillo a por los zapatos.

Me hizo mucha gracia cuando aseguraban que las siguientes veces, cuando llegaban al hoy desaparecido túnel de La Laja – a unos 4 kilómetros del mercado- ya les llegaba un intenso olor a churros. El olor de la ilusión, Las Palmas se asociaba con comer churros y era como los Reyes Magos.

Alguien me comentó que los vietnamitas durante su guerra, olían a los soldados del Vietcong a más de dos kilómetros de distancia. ¿Será que teníamos los canarios el mismo olfato superdesarrollado?

El segundo caso, se refiere a un joven de Juncalillo -que no había salido nunca de su pueblo- cuando se marchó a trabajar a Las Palmas. Al llegar al primer punto en que divisó el mar y asombrado de su enorme extensión, se le escapó aquello de:


¡Ñóo, vaya tanque!
Para ayudar a entender el sentido de la frase, solo decir que todavía para algunos, tanque es sinónimo de estanque.

Pancho, conocedor de la historia cada vez que veía por Las Palmas al protagonista, de nombre Javier, le decía jodelón

-¿Cómo anda ese tanque, Javier?

A mi hombre no le gustaba nada la broma y un día, me contestó con la siguiente frase

-¡Mire Panchito, para que se entere de una vez, le voy a decir que de vez en cuando tengo que ir a achicar la bomba del tanque y, por si no lo sabe, está en la casa de citas (1) que hay frente a la Fosforera, en el barrio de Guanarteme!

-¡ Se lo voy a decir a tu padre, malcriado!

Una cosa sí les aseguro: ¡A partir de ahí se acabaron las bromas del tanque!



-(1) No me dijo casa de citas, pero por una cuestión de educación, ustedes se pueden suponer lo que dijo.