Corría un verano de finales de los años 80
del pasado siglo en un caluroso lugar de la cumbre de Gran Canaria. Buscando
actividades para entretener a los niños se gestó en la asociación de vecinos la
idea de llevarlos a aprender a nadar. Dado
que en el pueblo no había ni siquiera un “tanquito”(1) para hacer prácticas, se decidió hablar con el
ayuntamiento vecino para que nos facilitaran el uso de la piscina. Pancho tenía
amistades por allá y todo fue a pedir de boca, obteniendo un mejor trato como colindantes.
Tres
veces en semana y por la tarde los padres llevaban en sus vehículos a unos 25
niños (hoy habrá que decir niños y niñas,
o niños/as) al pueblo vecino y cargados
de toallas y flotadores. También de bocadillos, fruta y galletas para cuando se terminaran las
clases y así se pasaba -de forma entretenida y como una gran familia- la tarde de
verano.
Había que pagar una cuota pequeña y solidariamente se tenían
en cuenta las situaciones financieras familiares. Si tenían como es mi caso
cuatro hijos, solo pagaban dos porque los otros sabían nadar y mientras se
bañaban, hacían de cuidadores/monitores. Con el dinero reunido se pagaba al profesor
y los padres colaboraban –bañándose gratis- haciendo también de vigilantes, por “un” si acaso.
Unos niños eran atrevidos y se lanzaban al
agua sin saber. A otros no había dios que los metiera en la piscina y el grueso
de la formación atendía y aprendía fácilmente.
Pero la historia se centra en un niño que lo
pasaba fatal. Por mucho que lo intentaba, se ponía nervioso y no flotaba -o
flotaba poco- que también podía ser. El caso es que todos los días “se pegaba
unas ahogaduras” de aquí te espero. Los ojos indicaban que tenía pánico.
El día de autos y cuando iba a empezar la
sesión, el monitor le llamó el primero para meterlo en el agua y dedicarse
a él, de forma casi exclusiva. El niño, nuestro
amigo de hoy, dejándose llevar por ese
sentido tan práctico de la vida que tiene nuestra gente del campo, lo tenía todo pensado. Alejó al maestro de la
gente -aunque no lo suficiente para que yo pudiera oirlo- y le dijo,
casi llorando:
¡Mira, si tu no me metes en el agua ¡coño!
yo te traigo mañana una caja de tunos!
Hoy nuestro personaje es un hombre con
buena formación académica, muy
integrado, me dice que pusiera que “de
cuerpo atlético y galán”, y yo
añado: simpático, viajero empedernido, amante
de nuestras costumbres y socarrón como él solo.
¡ Que no, que no pongo el nombre, carajo! ¡Eso queda entre él y yo!
Saludos
(1)
En nuestros pueblos todavía se llama al estanque, “tanque”. Como
diminutivo: “tanquito”
Esta historia me transportó a mi niñez cuando aprendí a nadar tio Pancho!!. Yo tampoco tuve la suerte de tener una piscina en mi pueblo pero aprendí a nadar en los charcos del barranco!!! Aun recuerdo como si fuera hoy como se ponían esos charcos de la laja, el vino y los tabucos!!!
ResponderEliminarY de camino a casa....... algun tuno caliente cayó!!! Jajaja
Que tiempos más bonitos!! Me lleno de emoción recordando, y lo mejor de todo es que lo recuerdo muy bien!!
Se me acaba de escapar un suspiro :)
Hola Pancho, me gustan estas historias sencillas, simpáticas y con ese toque de humor tan natural. Por aquí a los tunos los llamamos higos chumbos.
ResponderEliminarUn cordial saludo.
Pancho a mi, como a su sobrino, se me escapan los suspiros cuando leo sus escritos de antes, como yo los llamo.
ResponderEliminarBuenisimos todos los que salen de pluma. ¿deberia decir su bolígrafo o su ordenador?.Un abrazo de canariona. Concha
¿Donde estaba, hombre? Usted tiene una obligación con sus seguidores. Llevaba tiempo mirando y no ponía nada. Y me deja sin fuente para mi trabajo. Oiga ¡Que listo el chiquillo!
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