(*) He intentado que el lenguaje sea exactamente el de aquella época.
El baile y el ajedrez
(*) He intentado que el lenguaje sea exactamente el de aquella época.
El bocadillo de tocino
Lebrillo, exactamente igual que el que había en mi casa |
Cuando Pancho era entre niño y joven, recuerda que a las comidas se les añadía gran cantidad de tocino (digo tocino, blanco sin ninguna hebra de carne). Por eso no digo panceta ni beico -bacon, escriben los finos, que además pronuncian béicon, con n- que tiene su poquito de hila añadida, casi para hacer chicharrones. No exageremos, alguna hilita siempre venía, pero esa era de la carne que a mi madre le mandaban de la matazón del cochino.
Siguiendo con la historia, en su casa al gofio amasado se le añadían trocitos de tocino de unos 2/3 centímetros de lado, frito con aceite y ajos. Cuando empezaban a dorarse un poco se volcaba la sartén con la grasa y la manteca resultante en el gofio, removiendo bien para distribuirlo uniformemente y que no quedaran los trozos de tocino en un lado solo. Cuando empezábamos a comerlo calentito, recuerdo las palabras de mi madre:
- ¡ Niños, no hagan cuevas, cada uno come por su lado!
No es exactamente la imagen que permanece en mi retina, pero para fijar la idea |
Carmelo "García Gancho"
(2) Garbo. m. Elegancia, desenvoltura al andar y moverse
(3) Aportación a posteriori del amigo Ramírez e incorporado al escrito. Gracias......
Los zapatos de Antonio
La respuesta de Antoñito no se puede reproducir aquí, pero fue un insulto a mi madre en dos palabras. Pobrecita. Precisamente a ella que no tenía que ver en el asunto.
Saludos………………..
El pelirrojo
Sí lo es, que al ser tan inquietos están siempre en el ojo del huracán.
Quiero decirles que en mi experiencia, cuando los pelirrojos llegan a mayores son personas cariñosas y muy comprensivas con las travesuras de los niños. Como decimos aquí, se vuelven unos "santos". Les comprenden perfectamente, pues ven reflejados como en un espejo al niño que fueron. Recuerdan las palizas que recibían y por ello, perdonan y aceptan de buen grado las travesuras.
Un día de verano estábamos todos los niños jugando a hacer presas con el agua del barranco, cerca de la finca de la vaquería. Pancho, un servidor, también hacía su represa y además tenía puesta su jiñera de caña, regalo de Maestro Carmelo, su vecino el zapatero que era -además de remendón- un gran constructor de jaulas, especialidad: las que tenían forma de iglesias.
Haciendo un aparte en la historia, recuerdo las horas que pasé en la zapatería viéndole hacer una jaula para capirotes, réplica de la catedral de Las Palmas y como me engañó diciendo que era para mí. Como lloré cuando delante de mí, se la entregó a un señor que vino con su coche negro, marca Citroen, exactamente igual al de la fotografía y cuya imagen se me ha quedado grabada en la cabeza.
Sigamos con Juanillo, el canelo y alguna de sus andanzas. De repente apareció nuestro personaje montando a galope sobre una mula. Detrás corriendo y tirándole piedras el dueño del animal. Bajando el barranco, el hombre quedó atrás rendido por la carrera. Juanillo pasó delante de nosotros, orgulloso y siguió subiendo la cuesta, perdiéndose entre las casas como un jinete de película. Todos los niños salimos corriendo a buscarlo. Estaba en el pilar de agua dándole de beber al animal. Cuando se bajó, presumiendo, descubrimos que estaba totalmente ensangrentado. El propietario tenía buena puntería, pero el Canelo no estaba dispuesto a parar aunque se desangrase. Había visto muchas películas del oeste y no estaba dispuesto a rendirse. La herida en la parte de atrás de la cabeza era muy grande y fue destilando sangre que llenó toda la camisa, parte del pantalón y el lomo del animal. Cuando más lo admirábamos como héroe, apareció el padre de Juanillo y sin preguntar a nadie, empezó a golpear al niño, diciendo:
¡Ahora mismo vas y le devuelves la mula a su dueño!
Y mientras le seguía golpeando con el cinturón, apareció el dueño de la mula. El padre se disculpaba.
¡Usted perdone, señor! ¡Este niño me va a matar a disgustos!
El hombre recogió su mula y poniendo mala cara, dijo:
¡Caballero, cuide usted a su muchacho! ¡Como lo vuelva a hacer, lo denuncio a usted y a su hijo!
Solo les digo que hoy día aquel Juanillo, tan travieso de niño, es un hombre tranquilo, incapaz de matar una mosca aunque le pique la calva.
Saludos.
Las tres bicicletas de Reyes
Perras pál cine
Los cines de la época en que Pancho era niño no tienen nada que ver con los actuales. Para demostrárselo, voy a describirles un día de vacaciones de aquellos años, concretamente un jueves, pues era fémina, día de la semana en que se “echaban” dos películas. No sé que diferencia tenía con “sesión continua” pero en ambas, entrabas al cine a la hora que fuera, desde las 4 hasta las 11 de la noche y te marchabas cuando habías visto las dos películas, una o dos veces. Tenía entonces alrededor de los doce años y había que conseguir el dinero fuera de la casa para comprar la entrada.
¿Cómo conseguíamos el dinero?
Tareas productivas:
1.- Llevar el agua, por encargo, desde el pilar público hasta las casas. 10 latas, 50 céntimos = ½ peseta.
2.- Ir a coger un saco de hierba para las cabras. Dos sacos, ½ peseta también.
3.- Limpiar un gallinero u otra tarea de fuerza.
Les voy a describir el transporte del agua porque las otras dos son fáciles de comprender.
Llevar agua: Herramientas: dos latas y el gancho.
Hacer cola en el pilar con las latas, hasta que te llegara la vez. Llenar. Transportar. Volcar el agua en el depósito de la vecina y vuelta a la cola.
Las latas eran envases de belmontina (gasolina blanca), de aceite de oliva, de pastillas, etc... Se les quitaba la tapa superior, cortándolas con una tijera para hojalatas. Se mataban los filos, machacándolos hacia dentro, para que no cortaran y luego se hacían dos agujeros con un clavo en la parte alta. Por allí se pasaba el alambre que hacía de asa.
Recuerdo ahora este sucedido. Todas las latas en la cola, al menos sesenta o setenta. Cada uno está cuidando las suyas. En ese momento aparece Pepene, un chico con dificultad al caminar que trae cuatro latas, amarradas con un hilo de pita. Las pone más allá, fuera de la cola y viene a beber agua del chorro (que está permitido). De repente y cuando nadie le mira, lanza una patada a los cacharros que vuelan por los aires , y grita: ¡Rebumbio!. Todos corren a coger sus latas para colocarlas en el lugar anterior. Pero, por lazos del diablo, los envases de Pepene ya estaban colocados a la punta de "alante" de la cola.
Sigamos con el gancho que es un instrumento formado por una madera – la mejor, era de un barril de vino- a la que se ataban dos alambres que acababan en forma de gancho en los extremos. Ver figura. En ellos se colgaban las latas. Dos en total. Cuando estaban llenas, se enganchaban y agachado pasaba la madera encima de los hombros y por detrás del cuello y ¡arriba!. Primero habíamos puesto un saco mojado enrollado en la madera y en la parte del cuello,porque la madera hacía daño y se clavaba. Y a caminar despacito, porque si se movía mucho se desparramaba el agua.
Ya tenemos el dinero y ¡para el cine!
Al llegar habían dos posibilidades: Comprar butaca (1/2 peseta) o banco (0.25 céntimos) que es lo mismo que 1 real. Los bancos eran las tres primeras filas, muy cerca del telón y las figuras se veían alargadas, enormes. Parecían cuadros del Greco.
Compraba banco y me sentaba en butaca. Inconveniente, el acomodador conocía al personal y cuando no habían butacas vacías, alumbraba a los que él sabía y los mandaba a los bancos. Ibas a banco y te pasabas el rato mirando para atrás a ver si había otra butaca vacía. Al descanso y con el real ahorrado, compraba garbanzos tostados, chochos, “chuflas”, manzana caramelizada y otros…
Los gamberros que siempre hay y hubo -galletoncitos ya- hablaban y molestaban al acomodador que tenía muchas tablas. Recuerdo una vez que uno de ellos gritó:
-¡Acomodador, una pulga!
Y éste raudo contestó:
-¿Y que quieres por media peseta? ¿Una gallina?.
Al salir del cine, entusiasmados por la película nos poníamos a jugar a los indios y dando tiros para lo que poníamos las manos como si tuviéramos en ellas un revólver.
Adiós……..
el jamón de York
Les voy a contar una historia que me vino a la memoria hace un rato. Me la contó asustado un niño, muy amigo mío. Quizás, con el que más mataperrerías hice en mis años de infancia. Ocurrió a finales de los 50 ¿de qué siglo va a ser? ¡Vaya pregunta!
Estaba quedándose en su casa un matrimonio regresado del extranjero por motivos de enfermedad del marido. En una de las visitas de éste al médico, le recetó comer jamón cocido. Ni mi amigo ni yo, ni casi nadie por aquellas fechas sabían lo que era eso. Hoy lo toma todo el mundo y, la mayoría de las veces al pasar dos días de comprado se lo echan al perro porque ¨huele mal”. ¡Qué finos nos hemos vuelto, los nuevos ricos!
Preguntado donde se vendía esta “medicina”, dijeron que en Las Palmas solo lo tenía Dolores Mayor, origen de los más tarde famosos Supermercados Cruz Mayor, en la calle General Bravo y que había que pedirlo como jamón de York.
Que también lo vendían en una charcutería, la del padre de Margarito, situada bajando a la derecha de la calle de San Bernardo. En aquellas fechas se la conocía como
A mi amigo le mandaron a comprar
El problema fue que el empleado le dio un poco a probar y le despertó los sentidos. ¡Como le supo! ¡Saladito y el olor a bueno que despedía! La tentación de volver a degustarlo se le fue metiendo entre ceja y ceja. Subido en la guagua que le llevaba a casa el demonio empezó a tentarlo. ¡Qué bueno es el jamón de York! Y así fue elaborando en su mente un plan que paso ahora a detallarles.
Entró en su casa y a la calladita, se metió en el baño. En el más absoluto silencio sacó una hoja de afeitar de la máquina del padre (marca, MSA acanalada) y armado con ella comenzó la operación quirúrgica. Poco a poco, fue cortando una tira de un par de milímetros alrededor de cada una de las lonchas, tal y como se ve en la figura de arriba. ¡Y cuanto más lo probaba, más le gustaba!.
Tuvo que parar. Las lonchas se estaban estrechando peligrosamente. Recogió todo y envolviendo bien la mercancía para que no pareciera manipulada, entró en el salón con el paquete en la mano. Lo entregó, le dieron las gracias y una propinita por el mandado.
Salió a la calle y se encontró con Pancho. Mientras le contaba la historia, el corazón le estaba saliendo por la boca del susto por si lo descubrían.
Antes, los abuelos decían: ¡Bien se pasa de niño! equivale a ¡Cuanto sufren los niños!
Y suculum, ¡se acabó la historia!.
Ahora, les toca a ustedes pensar….
¡Casi nadie Antoñito!
Cuando Pancho tenía alrededor de 12 años, estudiaba tercero de bachiller en el colegio de don Antonio Ojeda -hoy Colegio Arenas- del barrio de Las Alcaravaneras, en la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria.
Durante las vacaciones andaba siempre con el hijo de una vecina que le daba golosinas y, algún dinero de vez en cuando para ir al cine a cambio de "aguantarlo". El niño se llamaba Antoñito y era muy, pero que muy despierto con sus seis años o quizás menos. Tenía un "poblema", vocalizaba muy mal y apenas se entendía lo que hablaba. Pancho le cogió cariño pues le vió crecer y además se convirtió para la madre en una especie de traductor-intérprete que condujo alguna vez a a situaciones como ésta.
-¿Pancho, tu entiendes que está diciendo el niño?
- ¡Quiere una patineta, una pelota y una guitarra!
Durante dos días, Antoñito -con sus cinco años y medio, el caballero- no se dejó ver. ¿Se han dado cuenta que de repente me vino a la memoria la edad justa del pollito?.
-¡Panchillo, yo sé lo que pasó y el niño te está cogiendo miedo! !Perdónalo, hombre!
De cuando Pancho estrenó un reloj de pulso
De pequeño, Pancho siempre quiso tener un reloj. Cuando veía un niño con uno en su mano se le “saltaban los ojos”.
¡Cuánto deseaba tener uno en su muñeca y presumir con él, como un gato en un mondongo!. Pero las circunstancias y la economía familiar eran las que eran.
Una de las cosas que más le gustaba antes y aún ahora, era hacer barquitos de madera en la carpintería de su Tío Paquito. Los hacía con una gran quilla y como la gente decía que les gustaban, pues allá estaba Pancho haciendo barquitos para que le adularan los oídos.
La carpintería estaba situada en el piso bajo de la casa de sus padres. Era amplia, con su típico olor a engrudo, llena de puertas a medio hacer, alguna cuna para reparar y el suelo lleno de “serrín” y virutas. Un día mientras buscaba en una caja de madera donde se ponía material para reutilizar: tachas, bisagras, cerraduras, llaves y tornillos, entre otras cosas, se encontró un reloj viejo y roto. De presencia, estaba bueno y bonito. Tenía máquina, y sus manecillas nuevas. Le pidió a su tío que se lo diera. Y, como siempre empezó a tomarle el pelo y le dió tarea –barrer la carpintería- diciendo que hasta que no la terminara no le daba el reloj. ¡Menudo coñón¡ ¡Casi nadie el tío Paco, siempre riéndose de los chiquillos, con sus clásicas quintadas!
Al día siguiente, era fiesta. Y en la procesión, iba Pancho privado “estrenando” su reloj de pulsera. Tan guapo, con sus zapatos de misa, calcetines caídos y el traje de salir: chaqueta y pantalón corto, de color gris, camisa blanca almidonada y corbata azul claro.
Durante la procesión, iba acercándose a un grupo de niñas, entre las que había una que le gustaba y, sin que nadie le preguntara, mirando el reloj decía: ¡Son las cinco y diez!. Al ratito, disimuladamente, movía las manecillas del reloj y decía; ¡Son las cinco y cuarto!. Y así por lo menos tres veces más.
En el grupo, había una niña alta, fea, desgarbada, la “jefa de la pandilla” que de repente, se para en seco y mirándolo de arriba abajo le suelta a Pancho, con voz chillona:
¡Mi niño, y a ti quien te ha preguntado la hora. Toda la tarde, arrea arrea con la hora!
La muchacha lo despertó del sueño y lo puso en la cruda realidad. ¡Qué vergüenza! Pancho se ruborizó y desde que pudo se perdió del lugar con la mano en el bolsillo para que nadie le viera el reloj.
¡No se lo volvió a poner nunca más! La primera vez que el reloj sale al oreo desde el día de la procesión fue hoy, para hacer la foto. Como verán el secundero no se podía mover. ¡Siempre estaba en siete segundos!.
La radio y la televisión
No hay ningún error, lo puse con zeta.
Las mejores marcas eran Grundig, Graetz, Philips, La voz de su amo.
Allí junto a la radio, sentados en el suelo, mi madre sintonizaba Radio Catedral, con sus programas religiosos: el rosario, la misa, al padre Peyton, con el lema: La familia que reza unida, permanece unida. ¡Nosotros deseando que terminara para ir a jugar a la calle y ella añadiendo otra avemaría, otro credo, otro padrenuestro que no decía la emisora! ¡Y otra pá las ánimas benditas!.
¡Juanito , no tarde mucho en arreglármela que los niños no pueden estar sin la tele!