Esta hoja no tiene más pretensiones que plasmar por escrito, para no olvidarme de aquellos momentos o situaciones que provocaron en mí una sonrisa, preferentemente historias relacionados con la socarronería del hombre o mujer del campo canario, o como decimos aquí, de los magos o maúros.

El pastor de Caideros


Cuentan hermosas historias de José María, pastor ya desaparecido. Inteligente natural, dotado de una rapidez mental extraordinaria a la que unía la graciosa agudeza de sus respuestas, le han convertido en leyenda en esas cumbres del norte de Gran Canaria. Si tuviéramos que hacer una descripción física de José María, diríamos que destacaba por su fortaleza, el color de su piel más bien blanca, la que se corresponde con el frío de esa zona de la isla. El pelo largo, de un color parecido al de la lana de sus ovejas, cargado y revuelto, le caía sobre los hombros. Lucía además con orgullo un gran bigote.

Un día nuestro personaje bajó para Gáldar a hacer algunas gestiones y a cortarse el pelo, como se decía antes a “arreglarse”. A esa hora no había clientes en la barbería, entró, saludó, se sentó directamente en el sillón y dijo

- Pelao y afeitao.

- Pós la verdad es que aquí hay tela que cortar, dijo el fígaro, buscando las cosquillas.

Estando en la labor de desmoche entró otro cliente de la calle y al maestro no se le ocurre otra cosa que coger por el cuello la cabeza del pastor girándola y mostrándosela en plan de burla al recién llegado

-Oye, Mateo ¿que te parece el carnero que me vino hoy de arriba de la cumbre?.

José María no dijo ni mú. El silencio se hizo eterno, mientras el esquilador seguía cortando el pelo que, poco a poco, iba llenando, el suelo de la barbería. Cuando terminó de “arreglarlo”, incluida su colonia y masaje para la cara, el peluquero lo peinó apresurándose a sacudir con el cepillo los cabellos que le habían caído sobre la ropa. José María se puso en pie ceremoniosamente, se acercó a la puerta despidiéndose

-Buenas tardes, señores.

El barbero sobre la marcha le gritó

-José María, ¿no me pagas?

El pastor contestó señalando al cabello esparcido por el suelo y arrastrando las palabras, con esta frase que ha pasado a la historia

Amigo, en mi tierra los carneros pagan con la lana! ¡Así que ahí la tiene!


El cartel de Tunte

El sábado pasado Bartolito y Pancho fueron en sus motos a la romería de Tunte. Después de echarse unos botellines, con sus tapitas de chochos y pata de cerdo respectivas en el Bar Martín, fueron a darse una vuelta por el pueblo. Delante de la iglesia se encontraron un cuadro grande con la figura de una mujer sonriente que portaba una talega sobre su cabeza. (foto 1).

Al preguntar si la conocía, dijo Bartolito: ¿No la vió sentada aquí atrás, en la terraza del bar, con otras mujeres?. Nos acercamos hasta allí y entre las personas sentadas, además de la protagonista, estaba Carla, a la que conozco desde hace años. Recuerdo que era una especie de cónsul de la gente de Tirajana en el Hospital Insular. Buena gente Carla. Siempre dispuesta a ayudar y servir a los demás, con el problema que resulta, pues es sabido que la gente de campo tiene un “conocido” en todos sitios. Le pedimos fotografiar a la señora y enseguida se prepararon. A la izquierda de la mesa se sentó Bartolito que también quería salir en la foto. Foto 2.

Le pregunté a Carla por la señora del cuadro. Dijo que se llamaba María Luisa Guerra Sarmiento, que el cartel es el de la romería y además un homenaje por ser una mujer muy participativa - junto al grupo de mujeres mayores-, en todos las actividades del pueblo. Al saludarla se me quedaron plasmadas en mi memoria dos cosas: pese a la sencillez de la vestimenta lo bien arreglada que estaba, con sus labios pintados, su pañuelo, pañoleta, sombrero de palma y especialmente la cara de satisfacción que puso cuando le pregunté que si era la señora del cartel.

Recordé entonces haberla visto en la Ofrenda a la Virgen del Pino, en Teror. Iniciativas como ésta de la Comisión de Fiestas de Tunte deben ser aplaudidas pues representan un estímulo, reconocimiento y orgullo para estas mujeres que lo van dando todo en la vida y aún les queda tiempo para alegrar a los demás.

Más tarde las vimos, no menos de una docena de mujeres ataviadas con sus sencillos y a la vez hermosos vestidos, participando con alegría en una romería que cada vez destaca más por pregonar las virtudes de la gente tirajanera.

¡Felicidades!.

La barbería

Vamos a recordar la barbería de mi niñez, digo barbería –término casi en desuso- porque hoy somos más finos y decimos peluquería. Cuando mi padre estimaba que tenía el pelo demasiado largo y se me enrizaba”, decía:
-Vaya a casa de Mastro Pepe a cortarse el pelo.
Había que presentarse al maestro indicando que tenías permiso pues era un “fiado” y el que pagaba   era tu padre. Entrabas a la barbería y    decías:
- Mi padre dijo que viniera a pelarme.
- Espere y vaya leyéndose el periódico o una revistita que tiene dos personas alante.
Descripción de la barbería: dos sillas de barbero, una a cada lado de la puerta. Una para el maestro y otra para el aprendiz. En la pared del fondo un mueble-mostrador ocupaba, de lado a lado, toda la pared. Sobre el mismo, detallado de manera exhaustiva -he puesto a trabajar duramente a mi memoria en la búsqueda de recuerdos- había:

3 tijeras, 
varias navajas
máquinas de pelar de distintos tamaños, 
la colonia (Varón Dandy), 
el fijador, 
la brillantina, 
la polvera con sus polvos talcos, 
el cepillo y el peine, 
el jabón de afeitar, 
la brocha, 
la piedra pequeña translúcida con forma de lápiz (1) que se usaba para cerrar y desinfectar los cortes que hacía la navaja; 
trozos de papel de periódico cortado a tamaño octavilla, que se usaban para limpiar el filo de la navaja, quitando el jabón   durante el afeitado, 
una piedra de amolar, para afilar las navajas; 
y por último, un espejo de mano.
En los cajones, los paños grandes y pequeños doblados y las toallas. En un cajón lateral las barajas, el dominó, y en una latita de sardinas vacía, las piedras de la zanga.
Sobre ese mueble, un espejo también largo y estrecho, colocado en alto e inclinado de tal manera que mirando hacia él, desde cualquier sitio de la barbería veías la calle y las personas que pasaban. A un lado y colgando de la pared una correa de cuero para asentar las navajas y otro espejo grande y viejo en el que se veían las figuras algo cóncavas. En la pared de la izquierda varios almanaques con imágenes de mujeres ligeras de ropa -seguro que era verano- y una fotografía enmarcada de un equipo de fútbol. En la pared de la derecha, dos jaulones grandes con forma de catedral. Dos hermosos capirotes eran sus inquilinos, excelentes cantadores que nos volvían loquitos de la cabeza.
Las conversaciones en la barbería giraban en torno a dos temas: la política y el fútbol. El barbero empezaba a hablar de fútbol, si los clientes no entraban en la conversación, pasaba a la política y si tampoco daba fruto el intento, entonces el tema se centraba criticando al último cliente que se marchó o de cualquier persona que pasara por la calle. Mastro Pepe, además de su profesión, prestaba también servicios de practicante -ver foto de parte del instrumental- y sacamuelas, incluso a domicilio.
Sigamos con la historia, cuando me llegó el turno, el maestro le dijo al aprendiz:
-Vaya poniéndole el peinador (2) al muchacho y súbalo a la silla.
A la hora de sentarme, como era pequeño, el aprendiz sacó un pequeño banco que puso sobre la silla para elevarme y que el trabajo fuera más cómodo. Mastro Pepe me cogió la cabeza y preguntó como quería que me cortara el pelo. Yo le dije solemnemente:
-A la moda.
Cuando terminó, miré al espejo y ví que me dejó como a mi me gustaba con la raya a un lado y peinado hacia atrás. Salí contento para mi casa y  de repente, mi gozo en un pozo. Tuve la mala suerte de encontrarme con mi padre que me soltó:
- Oiga, quien le dijo a Vd. que se pelara así.
- El barbero. Yo no dije nada y me peló como él quiso..
- Vaya Vd. otra vez y le dice a Mastro Pepe que lo pele al     dos con la moña.
Este estilo era rapando toda la cabeza a dos milímetros y dejando solo el flequillo cortado horizontalmente sobre la frente. A todos los niños nos cortaban así el pelo, parecíamos militares, y está claro que fracasé en mi intento de parecer diferente.
. Fui otra vez a la barbería, le conté lo que pasaba y me dijo:
-Usted me dijo a la moda.
Le contesté, mintiendo, con la cara ruborizada por la vergüenza.
-Yo a usted no le dije nada.
Me volvió a cortar el pelo, la maquinilla me daba escalofríos cuando entraba rapando la cabeza y de vez en cuando Mastro Pepe caliente refunfuñando:
-¡Carajo con el níííño! ¿Que no me dijo que lo pelara a la moooda!. ¿Usted cree que me bebo el tino (3) o qué?. ¡Yo ahora,  pelo dos, cobro una y a reclamar al maestro armero!
-o-oOo-o-

(1) Piedra Alumbre.-La piedra de Alumbre es un sulfato mineral natural, de alúmina y potasio, que actúa increíblemente bien como desodorante y cicatrizante. Ha sido muy utilizada en las barberías como elemento desinfectante, después del afeitado.


(2) Peinador.- Ese paño grande cubridor que evita la caída del cabello cortado sobre la ropa, así como la introducción del mismo por el cogote, según mi amigo barbero, Benjamín Castro (+, tristemente fallecido), se llama
peinador.



(3)
Beberse el tino, en el campo, significa: Tu te crees que me olvidé o qué.


Molino de gofio con historia

Hace más de veinte años, todavía no había nacido Acoidán, fui con su abuelo Bartolomé Sánchez Santana (Bartolito), buen amigo, a la casa de la Montaña, en San Bartolomé.

Estaban regando las flores y observé que debajo de una maceta y con la intención de separarla del piso había una piedra redonda. Al mirarla más detenidamente me pareció una piedra de molino. Levanté la maceta y al intentar cogerla se me deshizo en las manos, partiéndose por la mitad debido a la humedad de tantos años. Un poco más allá y bajo otra maceta, estaba la otra piedra, la superior, ésta en mejor estado. Le pregunté a Bartolito y me contó algunas historias del pequeño molino de mano.

-Mire, Pancho, en esta casa vivíamos mis padres, Bartolo y Josefa, y cinco hermanos, cuatro varones y una hembra. El molino estaba aquí en la entrada y mis hermanos mayores dicen que siempre estuvo en este sitio, que fue de mis abuelos y por tanto tiene, como mínimo 100 años.

Me hizo mucha gracia, cuando prosiguió:

-Cuando venía algún muchacho a “mosiar”a mi hermana Benita, élla que tenía mucha simpatía, les decía: ¿Mira, ya que estás ahí parado porque no te entretienes mientras hablamos y me ayudas a moler un poquito de gofio?. El muchacho queriendo demostrar su fuerza, empezaba a darle vueltas al molino con mucha velocidad y Benita le iba echando grano sin parar. Cuando estaba cansado y se paraba un poco, le decía: Hay que ver que brazo más fuerte tienes y le daba un pequeño apretón en el bíceps para comprobar lo fuerte que estaba. El hombre arrancaba otra vez a moler hinchado de orgullo. ¡Alguno molió mas de tres kilos de gofio en una tarde!, dijo Bartolito.

Me contó también como eran las “descamisadas” (reuniones colectivas de vecinos donde en medio de una habitación grande se ponían las piñas de millo (mazorcas de maíz, les llaman en la península) consistiendo el trabajo en quitarle las hojas que rodean la piña dejando a la vista el precioso color dorado del grano. La broma principal de las descamisadas estaba en tirarse disimuladamente piñas a la cabeza de una persona que estuviera despistada o hablando con otra. Allí se oía la frase: ¡Señores, respeten!

Luego de dejar secar las piñas, se invitaba a la siguiente reunión- fiesta: la desgranada o desgraná. Como su nombre indica consiste en separar el grano del caroso, según el diccionario:

Carozo. Corazón de la mazorca de maíz, pieza que queda tras desgranarla.

Este caroso servía como leña para el fuego aunque no era muy consistente, pero ha habido malas épocas en la economía isleña, especialmente después de la guerra civil. Recuerdo una frase de uso popular que se aplica a una persona que está pasando una mala racha económica, se dice: Está desgranando piñas por los carosos. O sea que hacía el trabajo de desgranar a cambio de que le dejaran la leña. Según me cuentan las desgranadas terminaban con baile de cuerdas o de taifas. Bastantes parejas se conocieron, enamoraron y formaron familia en esas desgranadas y descamisadas.

El millo una vez seco estaba preparado para tostar. En el caso de Bartolito y siendo un molino de mano, se tostaba lo justo para ir consumiendo (dos o tres kilos, cada vez). Lo hacían en una cazuela de barro colocada sobre un par de piedras, donde se hacía el fuego con leña. Un palo, llamado “meneador”, en cuya punta se amarraba un trapo grueso, servía para mover el grano tostándolo de manera uniforme.

Como al principio les expliqué la forma de moler y además tenemos la foto del molino, el proceso completo de hacer el gofio está descrito. Descamisar, desgranar, tostar, moler y…comer.

Bartolito me dijo que me llevara el molino si lo quería, que a usted le gustan esas cosas y que igual tenía arreglo. Se lo agradecí y, al día siguiente como el que lleva un enfermo, envueltos en una manta los dos trozos grandes y varios pequeños en que se quedó convertida la piedra del molino viajó hasta la nave Daniel, el marmolista, hoy tristemente fallecido, persona que me tenía bastante afecto. Aparqué a la puerta de la empresa y le dije: Daniel, mira que cosa más bonita. ¿Me la puedes pegar?. Daniel la miró, fue a buscar una carretilla y con todo mimo se la llevó para adentro. A la semana me llamó y dijo: ¡Esto quedó que da gusto! ¿Quieres que te la pique?. Picar es dejar rugosa la superficie para que parta mejor el grano, porque de tanto moler se queda lisa y el grano resbala y no se parte bien. Fui a recogerla, Daniel no me cobró nada y se veía contento de haberme arreglado la piedra. ¡Era muy buena gente, Dios lo tenga en la gloria!

Más tarde, lo arreglé, de hecho ya hace gofio, le hice su mueble y hoy espera – y el que espera, desespera- junto a otras cosas antiguas, quedar instalado en un lugar que permita su disfrute visual desde mi asiento y que traiga a mi memoria, recuerdos tan lindos como el que dos piedras atesoran.

El polígano

Esta anécdota es real. Ocurrió allá por los años 80. En esa época, la asistencia sanitaria de Pancho y su familia se dispensaba en el Servicio de Consultas Externas del Hospital Insular. Allí se encontraban las familias de todos los funcionarios del Cabildo, la Jiai, etc. De hecho las mujeres e hijos de los funcionarios se conocían de verse en el hospital. Eran tiempos en que todos nuestros niños padecían bronquitis asmática y pies valgos. Por cierto, que por ese motivo todos los niños llevaban botas correctoras porque, al parecer, ninguno nacía con los pies bien. A lo largo del tiempo resultó que era una práctica equivocada y hoy ya no se utiliza de forma tan masiva este tratamiento. Pues bien, al hospital se dirigió mi hombre a ver al médico. Una vez atendido por el galeno, le señalaron día y hora para nueva consulta. Para ello, había que hacer "cola" en una ventanilla grande, situada a la entrada del edificio y atendida por dos enfermeras.

En la fila delante de Pancho estaban dos señoras, al parecer amigas. Por la conversación que tenían, nuestro hombre sacó la conclusión de que eran “chacalotas”, nombre que también en masculino -“chacalotes”- se daba en Las Palmas a la gente del barrio marinero de San Cristóbal. Al llegar el turno de ser atendida la primera de ellas, la enfermera le pregunta su domicilio, a lo que contesta:

- En la calle Málaga, aquí en el “polígano”.

Al escuchar lo que dijo su amiga, la otra señora –más “cultivada”- le corrigió así:

- ¡Mi niña, qué cabezúa eres, por Dios! El “polígano” es el de Jinámar. El de aquí, el nuestro de San Cristóbal, es el “po-lí-ga-mo”. ¡A ver si te enteras, que ya te lo ha dicho más de cuatro veces y sigues con lo mismo!.

La mirada de complicidad entre la enfermera y Pancho fue tan grande que ambos a un tiempo empezaron a reírse, intentando disimular, del docto y sesudo comentario de la “maestra correctora”. ¡Todo, menos polígono!