¿Cuántas veces pedí a los Reyes Magos que me trajeran una bicicleta? . Muchos. Y todos los años me traían un trompo marino. ¿Que... qué es un trompo marino? Un juguete de hojalata, con forma de trompo, que al girar encendía una luz y hacía ruido de sirena. Lo echaba dos veces a oscuras a petición de mis padres y luego le daba de lado, que es lo mismo que decir lo abandonaba. Hoy pienso que donde lo guardaría mi padre. Porque al año siguiente aparecía otra vez, el dichoso trompo. ¡Eran años difíciles!
Como dije siempre soñé con tener una “bici”. Mis deseos se acrecentaron cuando un amigo me prestó la suya una semana a cambio de pintársela. La lijé, le dí purpurina y la puse a secar al sol. Esa noche soñé con la bicicleta color plata. A la mañana siguiente fui a buscarla. ¿Y saben que pasó? Por la noche llovió y el suelo se llenó de gotas de pintura. En la parte baja del cuadro quedaron las gotas secas, colgando como lágrimas. Al cabo del tiempo, esa bicicleta vieja llegó a ser mía. Pero, era un cacharro viejo, sin frenos, ni nada.
Ya hecho un hombrecito empecé a trabajar y en 9 meses ahorré 14.000 pesetas de entonces. Al cambio hoy serían alrededor de 1200 eubros, como dicen algunos.
En esos momentos mi ilusión estaba en un magnetófono, de aquellos de cinta y ruedas grandes, marca Grundig. Con todos mis ahorros bien apretados en el bolsillo, salí de casa la víspera de Reyes. Fui al parque Santa Catalina, a un comercio llamado Comercial Hamburgo. Entré, los ví todos y tenía dinero suficiente para comprarme hasta el más caro. Entonces, pensé:
-¡Si quiero me lo compro! ¡Pero ahora no tengo ninguna necesidad de quedarme sin mi dinero!
Salí de allí más contento que unas pascuas. Y me dirigía como todos los años al Mercado de Vegueta. Allí, en el mercadillo compraría 20 muñecos, mitad negritos, mitad blancos, con una piedra brillante en los ojos, a cinco pesetas, cada uno. Envueltos convenientemente servían para dejárselos a mi madre y hermanos, acompañados de unos billetes como mi regalo de Reyes. El resto de muñecos, era para familiares y amigos que me decían:
-¡Oye, los Reyes no me dejaron nada en tu casa!
-¡Un momento, señor!
Y sacaba del coche, un paquetito envuelto con su muñeco dentro. A los hombres, blanco, a las mujeres negro.
Pero este año, las cosas sucedieron de otra forma. Al pasar por la calle de Tomás Morales, leí un letrero que rezaba así:
Vda. de José Peñate Medina. Vendedor autorizado de Bicicletas Orbea.
Paré el coche, entré al local, miré las bicicletas pequeñas y le dije al vendedor
-¿Cuanto valen estas bicicletas?
-¡Cinco mil doscientas!
-¡La quiero de tres tamaños. Si le pone usted a cada una la luz, el timbre y las cintas de colores, le doy catorce mil pesetas por las tres!
El hombre empezó a dar tumbos.
-¡No puede ser, que no se gana nada! ¡Déme usted quince mil y le pongo los extras!
-¡Pues nada, caballero, otra vez será!
Acabo diciendo que por 14000 pesetas, me envolvió las tres y me las puso en el coche después de haberle colocado a cada una los accesorios citados, más tres bocinas de esas de goma que al sonarla dice: ¡Lo duudo! de propina.
¡En fin: 3 Bicicletas nuevas Orbea, del trinqui , con luz, timbre, bocina y cintas!
Ya en la puerta de mi casa, esperé hasta la madrugada para sacar las bicicletas y ponerlas junto al zapato de cada uno de mis hermanos pequeños.
Me acosté. Cuando empezó el ruido, me asomé al cuarto. Los niños estaban como locos con sus bicicletas. Mi madre me miró y me dió un beso. Le dí su negrito de ojos brillantes, con el sobre. Disimuladamente fui a mi habitación cerrándome por dentro. Allí estuve un rato con los ojos nublados queriendo llorar. Yo creo que dentro de mí, estaba diciendo: yo no tuve bicicleta, pero si puedo, mis hermanos no pasan lo que yo pasé.
¿Liberación psicológica? ¡Yo que sé! Pero les digo una cosa. Me sentí muy bien.
¡Adiós!