Esta hoja no tiene más pretensiones que plasmar por escrito, para no olvidarme de aquellos momentos o situaciones que provocaron en mí una sonrisa, preferentemente historias relacionados con la socarronería del hombre o mujer del campo canario, o como decimos aquí, de los magos o maúros.

El bocadillo de tocino

Lebrillo, exactamente igual que el que había en mi casa

Cuando Pancho era entre niño y joven, recuerda que a las comidas se les añadía gran cantidad de tocino (digo tocino, blanco sin ninguna hebra de carne). Por eso no digo panceta ni beico -bacon, escriben los finos, que además pronuncian béicon, con n- que tiene su poquito de hila añadida, casi para hacer chicharrones. No exageremos, alguna hilita siempre venía, pero esa era de la carne que a mi madre le mandaban de la matazón del cochino.

Siguiendo con la historia, en su casa al gofio amasado se le añadían trocitos de tocino de unos 2/3 centímetros de lado, frito con aceite y  ajos. Cuando empezaban a dorarse un poco se volcaba la sartén con la grasa y la manteca  resultante en el gofio, removiendo bien para distribuirlo uniformemente   y que no quedaran los trozos de tocino en un lado solo. Cuando empezábamos a comerlo calentito, recuerdo las palabras de mi madre:
- ¡ Niños, no hagan cuevas, cada uno come por su lado!

 Y es que buscando los trocitos de tocino frito que eran un delicia, hacíamos con las cucharas verdaderas grutas que llegaban hasta el otro lado del lebrillo, invadiendo espacio ajeno.
No es exactamente la imagen que permanece en  mi retina, pero para fijar la idea
El tocino se vendía en las tiendas y las lonchas de entre 3 y 7 kilos,  untadas en sal, se exponían colgadas sin ningún tipo de protección a la vista y por encima del mostrador.   No se molesten los escrupulosos, pero el aparcamiento natural de las moscas en el establecimiento era allí, en el tocino. El tendero extendía la mano y cortaba según el deseo del cliente la cantidad solicitada, lo envolvía en un papel y a la báscula –que entonces se decía la pesa-.

También recuerdo que  cuando venía de jugar al futbol paraba en la tienda  y pedía un bocadillo de tocino. El tendero -se llamaba Isidrito-  abría un pan pequeño, lo ponía sobre un papel vaso –así se decía  al papel gris de envolver- y cortaba una tirita fina de la loncha. Tira que cubría todo el pan. Y ese era el bocadillo de tocino crudo. Precio de esa época: Pan, 0,35; tocino, deduzco que  0,15; porque el total era 0,50 céntimos o mejor, media peseta. Ni refresco ni nada que no había para eso.
Y mi reflexión: ¡Oiga, comíamos grasa animal pura y  nunca oí decir que fuera malo, ni que existiera el colesterol! . Hoy todo es malo y los infartos están a la orden del día. Pero, quiero dejarles clara una cosa

¡Que rico era y es el tocino frito!
 Saludos.

La caja de tunos


 
Corría un verano de finales de los años 80 del pasado siglo en un caluroso lugar de la cumbre de Gran Canaria. Buscando actividades para entretener a los niños se gestó en la asociación de vecinos la idea de llevarlos  a aprender a nadar. Dado que en el pueblo no había ni siquiera un “tanquito”(1)  para hacer prácticas, se decidió hablar con el ayuntamiento vecino para que nos facilitaran el uso de la piscina. Pancho tenía amistades por allá y todo fue a pedir de boca, obteniendo un mejor trato como colindantes.
 Tres veces en semana y por la tarde los padres llevaban en sus vehículos a unos 25 niños (hoy habrá que decir niños y niñas, o niños/as)  al pueblo vecino y cargados de toallas y flotadores. También de bocadillos, fruta y galletas para cuando se terminaran las clases y así se pasaba -de forma entretenida y como una gran familia- la tarde de verano.

Había que pagar una cuota pequeña y solidariamente se tenían en cuenta las situaciones financieras familiares. Si tenían como es mi caso cuatro hijos, solo pagaban dos porque los otros sabían nadar y mientras se bañaban, hacían de cuidadores/monitores. Con el dinero reunido se pagaba al profesor y los padres colaboraban –bañándose gratis- haciendo también de vigilantes,  por “un” si acaso.
Unos niños eran atrevidos y se lanzaban al agua sin saber. A otros no había dios que los metiera en la piscina y el grueso de la formación atendía y aprendía fácilmente.
Pero la historia se centra en un niño que lo pasaba fatal. Por mucho que lo intentaba, se ponía nervioso y no flotaba -o flotaba poco- que también podía ser. El caso es que todos los días “se pegaba unas ahogaduras” de aquí te espero. Los ojos indicaban que tenía pánico. 
 
El día de autos y cuando iba a empezar la sesión,   el monitor  le llamó el primero para meterlo en el agua y dedicarse a él, de forma casi exclusiva.  El niño, nuestro  amigo de hoy, dejándose llevar por ese sentido tan práctico de la vida que tiene nuestra gente del campo,  lo tenía todo pensado. Alejó al maestro de la gente -aunque no lo suficiente para que yo  pudiera oirlo-  y  le dijo, casi llorando:
¡Mira, si tu no me metes en el  agua ¡coño!   yo te traigo mañana una caja de tunos!
Hoy nuestro personaje es un hombre con buena  formación académica, muy integrado, me dice que pusiera que “de cuerpo atlético y galán”,  y yo añado:  simpático, viajero empedernido, amante de nuestras costumbres y socarrón como él solo.

¡ Que no, que no pongo el nombre, carajo! ¡Eso queda entre él y yo!
Saludos
(1)    En nuestros pueblos todavía se llama al estanque, “tanque”. Como diminutivo: “tanquito”